Conocí a Vincent Van Gogh en uno de los antros menos concurridos de la zona. Estaba sentado al fondo de la barra, casi agazapado sobre ella, y bebía un licor verde brillante. Su mirada, nerviosa, saltaba de un lugar a otro. Me fui a sentar a su lado. Tenía una mancha de pintura en el pulgar, que parecía fosforescente bajo las fantasmagóricas lámparas.
—Déjeme que le hable, Vincent (¿Le puedo llamar Vincent?), de hombre a hombre. Yo también he sufrido mucho en la vida…
Aparentemente venía mucha gente a contarle cómo se volvió popular después de morir; “¡Como si me importase eso!”, replicaba.
Quería ponerme cómodo y quedarme un rato, porque el tipo me caía bien y cuando estás muerto te da todo un poco igual. Me asomé a la barra y pedí algo que venía queriendo probar.
—No servimos eso aquí—dijo la tentacular criatura de sombras, que parecía hablar con diez mil voces chirriantes. Sus varios pares de ojos, blancos como focos, parpadeaban a destiempo.
—Sin problema—respondí, y le ofrecí un ramo de flores venenosas, que aceptó con gusto.
Me sirvió con un tentáculo que, mirándolo bien, parecía una pata de araña peluda y retorcida, y se deslizó silenciosamente hasta perderse tras la barra. Una molesta hada pasó a mi lado y me rozó la cara con sus alas de polilla. Estuve a punto de espantarla con la mano, y vi que se posó sobre el hombro de Vincent. Me di cuenta de que, de uno de los bolsillos de su abrigo, salían más hadas como aquella, una tras otra tras otra. Se parecían a primera vista, pero no había dos iguales. Él me contó que eran creación suya.
—¿Cómo?—fascinado, le rogué que me explicara—. ¿Las pinta y luego cobran vida? ¿Es al revés?
Me dijo que tal vez, después de esta copa, me lo mostraría- “Pero sólo si no me molestas”, me advirtió.
Vincent caminaba rápido, con su abrigo ondeando y azotando el aire tras él, manchado de color por todas partes. Lo seguí sin hacer ruido hasta el lugar en el que creaba. Después de satisfacer mi curiosidad por completo, me quedé porque algo en el proceso me había cautivado.
¡No habría podido describirlo! Simplemente los lienzos se transformaban, se retorcían, aleteaban y de repente eran algo que tenía vida, plano en algunos sitios y tridimensional en otros. Pintaba a sus creaciones con los pulgares, con ternura y fuerza a la vez, o con pinceles, algunos tan finos como púas de puercoespín. Las que no quedaban bien, las que se rasgaban o no volaban, las quemaba, y cada fuego era multicolor con sus propios matices, totalmente distinto del anterior.
Trabajaba con toda clase de ingredientes; un puñado de blancos gusanos, un ramo seco de caléndulas, el polvo de una roca ojo de tigre, la antena aún luminosa de un pez abisal. Con sus propias manos daba vida al lienzo, al papel, pintaba espirales en los ríos y en el cielo y hacía crecer las flores alrededor de su pequeña casa, en la que las sombras eran más profundas y oscuras que la noche eterna allí afuera, y en la que los sentimientos se manifestaban físicamente, siempre hacia el exterior, pues en aquel mundo nada podía mantenerse encerrado.
Quise pedirle que me enseñara, pero temía enfadarlo, así que sólo observé, paciente. En una ocasión, Vincent hizo un puñado de criaturas cuyas alas eran de una mezcla entre libélula y mariposa azul. Una de ellas se posó sobre la palma de mi mano, bostezó y se acurrucó, abriendo y cerrando sus alas, que desde ciertos ángulos parecían tan etéreas y frágiles como una película de jabón. Me la llevé a un lugar tranquilo, junto a un pozo de piedra en cuyo fondo se reflejaba una luna que no estaba en el cielo, y la cuidé mientras vivió.
Ella volaba a mi alrededor, me contaba cosas, me sonreía. En una ocasión me besó en la mejilla, aunque la sensación fue más parecida a un pinchazo o una picadura, seguida de una oleada de calor casi febril que me hizo tiritar, y después una felicidad total y absoluta. En otra ocasión, sentí su picadura en el labio, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Lloré tanto que debí de llenar el pozo de agua hasta arriba.
Cuando volví a abrir los ojos, me sentí preparado para hablar con Vincent nuevamente, pedirle consejo, pero él sólo me dijo:
—Pero ponte a practicar, chico. ¡Practica!
No quiso saber más.
No volví a ver a Vincent, pero siempre lo llevé en mi percepción, sintiéndolo reaparecer en cada chispa, en cada planta deforme y bizarra, en cada partícula de color que me llamaba la atención de aquel extraño mundo. Intenté crear la vida como hacía él, crear flores, crear cometas, pero, cada vez, algo fallaba.
Tal vez me pasaría la eternidad tratando de evocar un rostro, un nombre, un sentimiento que ya no conocía, y eso me ponía triste. ¿Y si no podía expresarlo nunca, ni con todos los colores del cosmos, ni con todas las lágrimas? Construiría una casa en algún lugar, en la que pudiese encerrarme entre las sombras para volver a visitar mis recuerdos o ver el futuro, y en cuyo jardín me dedicaría a crear cosas vivas, móviles, sintientes, quizás todo a la vez.
Algo dentro de mi pecho llameaba, deseoso de explotar. Sabía que, con práctica, algún día lograría sacar todo el dolor y el amor que llevaba dentro, y tal vez mi alma podría descansar por fin.
Esperanzado, tomé el pincel, y me dediqué a crear cosas bonitas hasta el fin de los tiempos.