La última vez que nos vimos fue poco después del solsticio de invierno, en esas semanas en las que el aire es ligero y nada parece del todo real. Aún no puedo creerlo, pero al mismo tiempo es lo único en lo que pienso.
Quiero abrazar tu cadáver, que apoyes tu cara verde y cerosa sobre mi pecho, y espantar a las moscas que vengan a posarse en ti. Me da igual que apestes y que tus tripas me mojen entero. Tal vez, con suerte, mis tripas se deshagan también y nos quedemos unidos para siempre, líquidos los dos. Así nadie podrá hacernos daño ni pedirnos nada nunca más. Tú y yo, mi amor putrefacto, solos, para siempre.
Mientras viva, cuidaré de ti. Te quitaré las larvas de encima hasta que vengan a comerme a mí también. Te acariciaré para que estés más tranquilo. Mantendré tus ojos bien cerrados, así descansarás mejor.
Qué pena no tener papel y lápiz para escribir en este lugar. Qué pena que nunca llegaré a ser un gran artista para decirle al mundo lo que siento, aunque el mundo nunca lo habría entendido. En el fondo siempre he sido un romántico sin remedio.
Aún siento tu amor, y sé que, estés donde estés, me estás oyendo ahora, y sabes cuánto quiero abrazarte y cuánto te echo de menos. Sé que aún me entiendes como nadie me ha entendido. Harías mucho al fundirte sobre mí, dejando que entrelace mis dedos con los tuyos, que brillan como perlas donde los bichos han comido suficiente.
Si pudiera, te sacaría la soga del cuello para llevarla yo, para llevarla para siempre, como un amuleto, un recuerdo de nuestra amistad, un recuerdo de ti.
Daba vueltas en la cama; las sábanas eran como papel y hacía demasiado calor como para dormir, a pesar de que era pleno invierno. Negociar para que le dejaran abrir la ventana medio palmo sería mucho lío, no merecía la pena. Tendría un permiso en unos días y al fin acabaría todo. Pronto, pronto… Pero tres noches sin dormir eran difíciles de aguantar.
En una madrugada de insomnio, vi al amanecer dibujar los contornos del parque. Había alguien colgado entre los columpios, una sombra nítida y perfectamente definida. Me acerqué porque ya nada podía hacerme daño, y miré, apoyado en la valla, mientras el sol, poco a poco, iluminaba el lugar. Las puntas de tus zapatillas, viejas y sucias, casi rozaban la arena. La capucha y el pelo te tapaban la cara, pero no me hizo falta verla para saber que eras tú. En el fondo lo supe nada más verte. Tus manos parecían tan tiesas y frías que quise sujetarlas para que no se rompieran en pedazos con la próxima brisa.
Te bajé de ahí con más cuidado del que había tenido nunca con nada. Te abracé con más cariño del que había expresado o sentido en mi vida entera. Me habría quedado así para siempre, sentado en la arena, contigo entre mis brazos, con tu cara apoyada en mi pecho, acariciándote la parte de atrás de la cabeza. ¿Lloré en algún momento? No lo sé. ¿Cómo fue cuando te arrancaron de mis brazos, cuando nos metieron en coches distintos para llevarnos a estos lugares? Ya no me acuerdo. El mundo se deshizo a nuestro alrededor.
Quiero abrazar tu cadáver hasta morir a tu lado, y fundirme contigo en amor eterno. Qué pena que no se me permita. Qué pena que nadie más lo entienda.
Te amo tanto. Nunca superaré esto.
Otra noche completa sin dormir. El amanecer era inminente; Nic sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas ante la luz que se colaba en su habitación, perfilando las esquinas, encendiendo las blancas paredes.
El pijama le ardía como lija sobre la piel, y estaba tan mareado y cansado que no sabía si podría levantarse cuando vinieran a llamarlo. Se tapó la cara con la manta y lloró, desesperado porque la medicina no le estaba haciendo efecto.
Nic acababa de cumplir dieciocho años. Al menos, en algún aspecto, podría decirse que era libre.